Esta noche tuve miedo. Tuve mucho mucho miedo.
Son las ocho menos cinco y no he dormido, por el miedo irracional a algo que sé racionalmente que no es posible. Tengo miedo de estúpida, tengo miedo de miedosa, de infantil, de pelotuda. Tengo miedo porque alguna debilidad tenía que saltar a la luz.
Esta noche, y hace un tiempo, volví a hablarle. Volví a confiar en él, a entregarme entera, a creer en él. Sé que cuando le hablo me escucha, me abraza, me tranquiliza. Sé que si no me es suficiente es porque yo soy una miedosa y no por otra cosa.
Me acunó en sus brazos, nunca le pedí que esté para aprobar un exámen. Me acunó en sus brazos y me tranquilizó. Un rato después, mi cabeza seguía a mil.
Es muy importante en mi vida, aunque yo quiera decir lo contrario. Siempre digo que puedo sola, pero la verdad es que jamás hubiera dado ciertos pasos si él no hubiera estado ahí, acompañándome, regalandome el libre albedrío, permitiéndome equivocaciones, alentándome a seguir.
Tratando de atajarme para que no me caiga, tendiéndome la mano si la caída era inminente.
Sería poco sin él. No tendría esta seguridad que tengo, que pocas veces -como esta noche- se quiebra, dando lugar a la pendeja llorona y tonta que ahora me siento.
Sería hidrógeno sin él, él me hace ser agua. Aun si fuera agua estaría estancada, él me hace ser río y correntada, energía y frescura en movimiento, plenitud y profundidad.
Él me completa, me llena, me protege. Él está cada vez que necesito, no importa absolutamente nada más. Está ahora a mi lado, seguramente riéndose de como el miedo no se me va a pesar de estar hablando de él. Él es lluvia cuando lo necesito, y es sol cuando el frio me invade. Es tranquilidad cuando me abruman las cosas, es delirio cuando la cordura es innecesaria.
Él está. Él es. Es verbo. Es carne. Es cuerpo, cuero, energía, es voz, es abrazo, es amor incondicional, es sueño y realidad aplastante. Es el simbolo más hermoso del amor enamorado; enamorado de la vida. Es la vida misma glorificada.
Gracias, Dios. Te necesitaba.
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