La palabra es un instrumento. Como un pincel. Como una paleta de pinturas con óleo o acrílico seco reposando en la superficie. Un lienzo, en cambio, no es un instrumento sino un destino, un propósito, un objetivo. De la misma forma lo es un discurso. Una verdad esperando a ser dicha, una idea esperando a ser pintada en el aire y llegar al espíritu. Una verdad que necesita de palabras, de la misma forma que una obra de arte plasmada en un lienzo necesita de pinceles y una paleta de colores.
Aunque está muy afianzada la idea de que una imagen vale más que mil palabras, dos palabras bien escogidas valen más que mil imágenes; de qué otra manera se explica que haya libros que nos lleven a las lágrimas, que existan discursos que arenguen mansas masas a pelear una guerra, que sean palabras las que conformen dichos que perduran años, décadas, siglos. ¿De qué manera se explica que una palabra, una sola, haya hecho que Marta-Isabel recupere toda la esperanza en el porvenir? ¿No fueron sino las cartas falsas del nieto lo que mantuvieron viva a Eugenia?[1] Y aun volviendo a la no ficción, porque muchos gustan de despreciar este hermoso género, ¿de que otra forma sino a través de las palabras nos hubiera dicho Rodolfo Walsh que perdamos el miedo?
La palabra tiene el sentido que le damos, y la función que le atribuimos. Muchas palabras pueden arengar a un pueblo hacia una lucha ciega, multitudes envalentonadas contra “los otros”, discursos que exacerban la xenofobia, el odio, el desprecio, el desasosiego de una sociedad entera para que se levante. Otras palabras pueden calmar, pueden serenar muchedumbres enfervorizadas y coléricas, pueden sosegar una horda hambrienta de venganza. Y no dejan de ser solo eso: palabras. Instrumentos.
Pero son palabras transformadas, palabras cuya definición no comienza con un “dícese de” sino que contienen corazón en sí mismas, en cada una de ellas, en cada pronombre, en cada adjetivo, en cada sustantivo y ¡por Dios! ¡En cada verbo!. Porque ese fetichismo que le atribuimos a las palabras vivas no está tan alejado de la realidad, porque cada palabra es la persona que la pronuncia, que la transforma, que la revive, que la hace renacer. Y cada palabra también y a su vez transforma, revive y hace renacer a la persona que la pronuncia ante los ojos de los demás.
Y puede que esa seducción que nos producen las palabras –a veces más que las personas- sea lo que nos lleva cada día a no enmudecer. Y puede ser que Alejandro Casona haya encontrado estas u otras razones cuando renombró al Amor como La tercera palabra.