Nació conmigo y hasta ahora no le conocí debilidad grande. Igual que yo, le gustan los chocolates, le duele que la gente sufra, y le molesta que yo haga estupideces.
Pero hace un tiempo se acercó peligrosamente a mí, y hasta me celebró un par de estupideces. Me la encontré cuando me duchaba, estaba bailando, sonreía y yo no entendía nada. No podía hablarme sin reírse, sin sonrojarse, sin sudar felicidad por cada uno de los poros de su alma incorpórea que a veces utiliza mi cuerpo para manifestarse. Yo trataba de calmarla, trataba de retarla pero ella seguía bailando y se alejaba y se acercaba dueña de ese laberinto que a mi me cuesta tanto atravesar. Me extendió una mano, me invitó a bailar y la seguí un ratito, me reí con ella y de ella mientras veía como no le importaba nada.
Le advertí que todo lo que haga ella me afectaba a mí y se puso seria el tiempo que su estado le permitía. Me dijo, vos siempre hiciste cosas que me afectaban a mí; le contesté que era mi vida, si a ella le afectaba era su problema.
Los anarquistas dicen que de los laberintos solo se sale por arriba. Yo digo que no, que los laberintos son divertidos, que hay que saber jugar para poder ganar. Ganar, en este caso, sería entenderla.
Este laberinto que sigo atravesando empieza y termina en mí.
En esta pasión que experimento cada vez que hago algo que me gusta,
en esta necesidad de superarme, de alcanzarla.
Esta fe ciega de saber que aunque me equivoque, estoy en el camino correcto.
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