martes, 17 de abril de 2012

De la humildad del escritor.


Ante todo, para empezar a escribir lo importante es tener voluntad. Tener voluntad de sentarse frente a la pantalla, tener las teclas bajo los dedos esperando ansiosas por formar palabras –o en todo caso, con la lapicera en mano y la hoja desafiándonos- aun sabiendo que el primer intento no siempre es satisfactorio. Estar psicológicamente preparado para soportar un error, dos errores, tres errores, arrugar la hoja –o en todo caso, seleccionar todo y apretar “suprimir”- no una, no dos, si no innumerables veces hasta que la versión de lo que hayamos querido plasmar sea suficientemente buena para nosotros mismos, que, si estamos comprometidos con la tarea de escritura y nuestro criterio no falla, deberíamos ser nuestros más implacables jueces y verdugos.
Una vez que la voluntad está presente y si la inspiración aun no se posa en nuestra mesa de trabajo, es necesario buscarla en nuestra memoria, recordando todo aquello que consideremos que nos pueda ser útil y si la memoria nos falla –por la contraria disposición de los dioses a que nuestro trabajo sea terminado en tiempo y forma- es necesario volver a las fuentes: los libros que quedaron olvidados en nuestra biblioteca, los más recientes que quedaron en la mesita de luz, el diccionario y la biblia que deben estar siempre a mano para, por lo menos, equilibrar la pata de una mesa y poner manos a la obra.
La suma, resta, multiplicación, división y simplificación (usando términos matemáticos que ilustran competentemente la metáfora del proceso de selección de datos) de las notas primas, la información y lo que sabemos, lo que nos imaginamos, lo que creemos saber y lo que queremos saber sobre el tema que vamos a escribir forman parte elemental en un proceso de escritura, así como también el modo en que vamos a emplear las palabras para que esos simples datos se conviertan en un texto maravilloso que transmita a los que tengan la oportunidad de leerlo la combinación justa de lo que realmente quisimos decir y la libre interpretación según las propias vivencias del lector.
Y para esto necesitamos la humildad de un lector que se dispone no solo a leer sino también a aprender de la lectura. Necesitamos la habilidad sagaz de un observador sistemático, aquí va un punto, así usa el autor el punto y coma; descubrir por qué prescinde de los dos puntos, de qué manera enumera, cómo es la estructura de sus diálogos. Saramago en muchas de sus novelas, por ejemplo, prefiere continuar oración tras oración separadas simplemente por puntos seguidos. Así describe, así manifiesta los diálogos: un punto y habla un personaje, otro punto y es otro el que habla.
Yo aprendí a leer y a escribir a los tres años, gracias a la paciencia de mi abuela Chilú que era maestra y encontró la manera de sentarme quietita en un lugar si lograba saciar esa curiosidad típica. Yo aprendí a escribir nuevamente el día que decidí comenzar a leer El Evangelio Según Jesucristo, ya que fue la primera vez que me fijé en la singular forma de escribir de Saramago, que sigue siendo hasta hoy, indiscutiblemente, mi maestro. Esa fluidez de palabras y conceptos, descripciones banales y reflexiones sutiles, todo utilizado como condimento a una escritura amena y, en general, bastante serena. Letras cargadas con profundo contenido y que tienen la particularidad de poder leerse fácilmente.
Yo aprendí a escribir, decía, cuando empecé a leer a Saramago: habré tenido catorce años. Y desde ese momento no dejé de practicar un solo día.

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