La mañana del veinticuatro de mayo, una semana después de que hubiera posteado la culminación de la historia de Milagros y Francisco, Constanza Galeano Lazza despertó con dolor de cabeza y la profunda certeza de que estaba envejeciendo. Su creciente enemistad con la quietud y la constante necesidad de superarse a si misma la agobiaban de vez en cuando, y esos desasosiegos la llevaban, muchas veces a exaltarse durante la noche y la madrugada, cuando soñaba que una ella mucho mayor, más anciana, seguía asistiendo a los mismos lugares que a los que asistía ella ahora. A las cuatro y cuarenta y dos se había despertado violentamente, como si algo la hubiera sacudido entera; con la boca seca y la respiración agitada. Buscó a tientas la botellita de agua que siempre llevaba a la mesa de luz, pero no la encontró. Recordó que la noche anterior estaba demasiado cansada y fue directamente del baño a la cama; por lo que hizo un esfuerzo para espabilarse e ir a la pequeña cocina a hurgar en la heladera.
A las seis y veintiocho, dos minutos antes de que suene su despertador, Constanza Galeano despertó nuevamente con la insalvable sensación de estar envejeciendo.
Se preparó un café, como todas las mañanas, y buscó una pastilla de Ibuprofeno en el botiquín. Por si fuera poco, se acordó que ese era su día franco.
Intentó volver a dormirse, pero le fue imposible luego del especialmente cargado café, por lo que, resignada, se sentó en el sillón y prendió la televisión.
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